Portada del libro Escenas de Panamá, Relatos de Bugaba y Tonosí. |
Como fanático de los campeonatos del béisbol nacional
de Panamá, siempre sufro cargos de conciencia cuando se enfrentan las novenas
de Chiriquí y Los Santos. No es para
menos, pues en todos los veranos de la década de los años ochenta me tocaba
acompañar a mi padre en su rancho ubicado en el poblado de Piedras Gordas de
San Carlos, quien con una vieja y diminuta radio en la mano, escuchaba
atentamente cada jugada que emanaba de la bocina del deteriorado aparato.
Me alegraba cuando ganaban los chiricanos por lo feliz
que esto hacía sentir a mi papá, pero me entristecía sobremanera cuando estos
les ganaban al equipo santeño por abultamiento de carreras, pues en aquellas tierras
se radicaron por muchos años mis abuelos maternos.
Recuerdo que una vez asistí a uno de los partidos de
la serie final entre Chiriquí y Los Santos en el recién construido estadio Nacional
Rod Carew invitado por mi gran amigo Eliecer Cortez, legendario receptor del equipo
azuerense y que años más tarde resultara electo como Alcalde del Distrito de
Macaracas.
Ambos estábamos en uno de los palcos privados del estadio,
repleto de santeños por supuesto, y me vi en la obligación de colocar sobre
mis sienes una gorra del equipo peninsular.
Siendo Eliecer Cortez un reconocido jugador retirado
de la pelota panameña, todas las cámaras de televisión apuntaban hacia él, y
como yo estaba justo a su lado, de inmediato mi teléfono celular comenzó a
recibir llamadas de toda la provincia de Chiriquí acusándome de alta
traición. Nadie estaba preparado para lo
que sucedería entonces, pues resulta que en aquella inolvidable ocasión, me
atreví a ir al estadio con mis dos gorras.
Turbado se quedó Eliecer cuando tras un triple, el
equipo chiricano se fue arriba y de inmediato me cambie la gorra por una de
color verde con una enorme letra “CH” estampada en el centro. La interrogante que se hacia mi estimado
compañero era la siguiente: ¿Acaso este pendejo no tiene identidad?
Días después me enteré que los comentaristas que llevaban
adelante la transmisión en vivo del partido, se preguntaban de manera jocosa quien
era el misterioso joven que junto a Eliecer, se cambiaba de gorra dependiendo
de cómo se desarrollaba el marcador.
Al final del juego terminé con la gorra naranja puesta
debido a que la novena santeña se alzó con la victoria, pero de inmediato sentí
un profundo rechazo por parte de las personas que nos acompañaban aquella
noche. Involuntariamente les había
faltado el respeto.
En otra ocasión nos encontrábamos varios primos en medio
de los culecos del carnaval tableño, donde ese año (2002) le tocó a mi prima
Setty Dayana Karica Bardayán ser la soberana de Calle Arriba, y quien al igual
que yo, también desciende de importantes familias de la provincia de Chiriquí. Algunos miembros de ellas, prefirieron viajar
desde la ciudad de David hasta Las Tablas con toda la intención de apoyar a su
“también Reina”, en lugar de celebrar en el poblado de Dolega como de
costumbre.
En medio de la jerga carnestoléndica, a un revoltoso
se le ocurrió alzar una bandera chiricana, por lo que de inmediato me sentí
“medio” identificado con la acción. Como mis neuronas no funcionaban
adecuadamente debido a los efectos de las sustancias etílicas, en pocos
segundos estaba al frente de la tuna con la bandera de color verde con rojo y
unas estrellas blancas que representan los distritos de la provincia del Valle
de La Luna.
Fue una acción irresponsable y muy peligrosa, pues lo
que para nosotros era un simple sentido de pertenencia, para los tableños fue
un descomunal insulto, sobre todo para los de la calle abajo, quienes de
inmediato se a-cercaron a la ferretería más cercana y compraron todos los
martillos del negocio, los cuales fueron lanzados en nuestras cabezas desde lo
alto de los edificios bajos que están frente al parque Porras. ¡Vamos...! ¡Es en serio...! “martillos” de
esos que usan los carpinteros para clavar maderas.
En esa ocasión también ganaron los santeños, pues la
bandera chiricana desapareció misteriosamente por el resto del carnaval, pero
lo más cómico de toda esta situación es que los que fueron a parar al hospital
por los martillazos eran de todos lados, menos de Chiriquí.
Con estas dos experiencias ya deben imaginarse los
lectores el dilema al que me he debido enfrentar en la vida por el hecho de
sentirme parte de ambas provincias por un asunto de descendencia, pero que al
demostrarlo sufro el rechazo por los nacidos en estas regiones, quienes
alegan que Chiriquí y Los Santos son tan iguales como el agua y el aceite.
Siempre quise escribir un libro en el cual yo tuviera
la oportunidad de relatar algunas historias maravillosas que a lo largo de mi
vida me han contado seres muy especiales tanto de mi familia paterna como
materna. Vivencias de aquellos
personajes que cuando uno es niño nos muestran sus experiencias de una manera
jocosa y divertida, y que cuando parten al más allá, dejan en nuestro interior
una extraña sensación de querer compartir con los demás las escenas de sus
vidas.
Estas fueron las poderosas razones que me motivaron a
iniciar un proyecto personal cuyo propósito fuera el de inmortalizar estos
relatos.
Después de reunir toda la información requerida, se
levantaron los textos de dos libros que en su momento se denominaban Escenas
de Bugaba y Escenas de Tonosí, en honor a los distritos donde nacieron mis
abuelos, el primero uno de los más importantes de la Provincia de Chiriquí; y
el segundo, uno de los más hermosos de la Provincia de Los Santos.
Estaba claro que serían dos proyectos separados, pues
por todo lo anteriormente enunciado, se hacía necesario que estas obras se
escribieran “juntas pero no revueltas”.
Sin embargo, sucedió algo que no estaba contemplado en
mis planes: Ambos escritos no tenían las palabras suficientes como para editar
un libro.
Tengo que reconocerlo.
Soy un “dizque escritor” que no tenía idea que para editar un libro se
necesitan cierta cantidad de palabras, o mejor explicado, cierta cantidad de
páginas.
Entonces pensé para mí: ¿Acaso no es mi deseo hacerle
saber a chiricanos y santeños que yo me siento identificado con ambos? ¿Por qué no editar una obra de relatos en
donde se narren las vivencias de mis parientes bugabeños y tonosieños?
Decidí intentarlo consciente de que me pueden volver a
tirar martillos en la cabeza, pero estoy convencido de que es una excelente oportunidad
para hacer de conocimiento público que en Panamá existimos ciudadanos que nos
sentimos muy orgullosos de ser mitad chiricano y mitad santeño.
Estos relatos son una extraña combinación de lo que escuché de la boca
de sus actores directos o indirectos, y por supuesto, algunas vivencias
personales, sin embargo, como ningún documento público puede dar fe si no
tiene el refrendo de un notario, los lectores están en todo su derecho de
pretender que esta obra literaria es el producto de mi cada día más alocada e
impredecible imaginación.
Luis Flórez Karica |
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